(3 de enero de 2011)
Once
y veinte pasadas. Bajé del autobús un par de paradas antes. Tenía algo
menos de cuarenta minutos para llegar a la estación y mi cabeza no me
permitía parar quieta. Esa tarde había sido una más, pero también me
había recargado las pilas. A veces los momentos menos pensados se
vuelven los más especiales, los más necesarios. Sobre todo ello iba
meditando yo cuando, en la parada, encendí mi cigarrillo recién hecho.
Con
el paraguas colgado de mi hombro para poder esconder la mano izquierda
en el bolsillo comencé a andar no sin antes echar un vistazo al río, que
se encontraba a mi derecha. La música en la radio acompañaba a mis
pensamientos. Lenta, profunda, serena. Curiosamente, la emisora que
jamás escuchaba parecía entenderme a la perfección.
El
tramo que atravesaba, oscuro, solitario, lleno de árboles que apenas
dejaban ver más allá, se me hizo extrañamente corto, increíblemente
placentero.
Llegué
a la estación. El reloj que se alzaba en la misma avenida me indicó que
debía esperar casi treinta minutos hasta la salida del autobús que me
dejaría en casa. Miré al cielo. Entre la espesa capa de nubes que tenía
encima de mí podía distinguir algunos claros, oscuros en la noche.
Decidí continuar andando hacia la próxima parada del autobús, al otro
lado del puente.
La
emisora desconocida para mí continuaba acertando una y otra vez con sus
canciones. Entre tema y tema la locutora recitaba entre susurros
algunas palabras de la próxima que estaba por sonar. Podría haberme
resultado absurdo, pero daba un toque diferente al comienzo de cada
canción. Y yo, entre caladas a mi cigarrillo, pasos largos pero lentos y
mirada hacia todos sitios comencé a pensar que seguramente aquella
sería la última vez en aquel año que pasearía por esa avenida por la que
tantas veces había transitado.
Y
de repente una curiosa nostalgia me inundó. Y digo curiosa porque no
dejó atrás ni por un segundo mi estado de felicidad pasajera. Sí me hizo
sentir cierta lejanía de algunos momentos que ya no estaban allí a
pesar de haber sido vividos. Momentos que esperé ansiosa y que pasaron
de largo. Y ahora me encontraba allí, en plena avenida, a poco más de
veinticuatro horas para finalizar ese año. Un año que me había regalado
grandes momentos, grandes alegrías y grandes personas, pero también
enormes desilusiones.
Ignorando
esa última palabra que se había colado en mi mente conseguí llegar al
puente. Justo en ese instante, como si supiera que iba a atravesar el
río y no lo quisiera, la radio me abandonó a su modo: comenzó a sonar
una canción demasiado musical, demasiado vivaracha para el momento. Y yo
que me habría conformado con cualquier otra en la que hubiera más letra
que música.
Me
paré en seco. Aquello no podía ser. De todos modos no me importó
demasiado. El cuerpo me pedía Vanesa Martín. Llevaba haciéndolo toda la
tarde cuando, entre broma y broma de cierta persona que me acompañaba se
le colaba alguna frase de alguna canción de la Vane. Sonreí ante ese
recuerdo y comencé a atravesar el puente con aquella voz de caramelo ya
derritiéndose en mis oídos.
Algunos
pasos y media canción más tarde conquisté el punto más alto de la
pasarela, en el que comenzaba la recta final de mi travesía. Dirigí en
aquel momento mi mirada hacia otro reloj idéntico al de la estación que
me dio exactamente quince minutos de tregua, los que faltaban para la
medianoche.
En
ese punto que yo tomé como centro exacto, sin contar metros, pisadas o
palmos, apoyé mis brazos en la barandilla que separaba el suelo de la
nada que se encontraba encima del río. Y allí mismo me dediqué a mirar
hacia abajo, con otro tipo de nostalgia, esa que me embargaba siempre al
caminar por ese puente, la que me recordaba que aquella sensación sería
la más similar a estar cerca del mar, sintiendo el viento y, con él, el
frío húmedo recorriendo cada parte de mi cuerpo. Entonces me inundó
cierta claustrofobia, creyéndome encerrada en un lugar sin final, del
que jamás podría huir yendo a cualquier trozo de arena a ver cómo dos
azules, uno inquieto y otro sereno, se mezclan en el horizonte.
Una
de las caras de la moneda. La otra se encontraba justo tras de mí, por
lo que di media vuelta y esta vez fue mi espalda la que se dejó caer en
la barandilla. Mis ojos comenzaron a brillar, y no por la emoción, ni
siquiera por el frío, sino por la luz que desprendía el puente que se
encontraba ante mí. Ese puente que unía las dos Sevillas. Mágico,
sencillamente espectacular. Y, como cada vez que lo miraba desde la
acera más lejana a él del puente que me mantenía sobre el río, maldije
mi costumbre de cruzarlo siempre por allí. Aun así no dejé de mirar, de
observar, de analizar, intentando retener en mí el mayor número de
detalles posible. Porque, aunque lo hubiera cruzado gran cantidad de
veces, no me resultaba lo mismo mirarlo desde la lejanía, desde la que
se aparecía ante mí soberbio, misterioso, casi indestructible.
Dos caras. Una misma moneda.
Y
esa reflexión me pareció suficiente. Satisfecha, volví a emprender el
corto camino que me separaba de la parada, pensando de nuevo en el
cambio de año. Propósitos como dejar de fumar, quererme algo más y
odiarme un poco menos aparecieron fugazmente por mi cabeza. ¿Sería capaz
de cumplir alguno de ellos? Era imposible saberlo, pero en ese momento
dejó de preocuparme. Una mirada despistada hacia el reloj que antes me
dio una pequeña tregua me indicó que ésta había finalizado hacía un par
de minutos.
Volví
la vista atrás para ver si aparecía mi autobús y, también, en parte,
para despedirme de aquel lugar en la cima de la pasarela. Al otro lado
acerté a ver un cartel luminoso andante, en el que me pareció leer el
número 160.
El
peligro de perder el último autobús me hizo sonreír de un modo
tremendamente infantil. Una estúpida adrenalina, totalmente opuesta a la
que solía embargarme cuando tenía la típica sensación de estrés que
siempre me producía el llegar tarde, se apoderó por completo de mí. Y
entonces, dejándome llevar más por un impulso de euforia que por el
temor a quedarme en tierra, eché a correr.
Corrí
como nunca. No sé si más rápido que otras veces, pero sí más ligera.
Todo mi peso se había quedado en el puente que dejaba atrás, y que ya
tendría delante otro día, otro año. Inconscientemente, había decidido
guardar mis inquietudes y comenzar una cuenta nueva. Ese día subiría al
autobús más libre que nunca de cualquier carga.
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