A
veces, me gusta imaginar, te hago el amor tan solo para observarte después mientras te
vistes torpemente y a hurtadillas, en la penumbra de un ambiente que huele a nuestra
interminable reiteración de desvaríos instintivos.
Extraño
ritual ése en el que fingimos no fingir escapar la una de la otra. Tú y tu mal
vestir precipitado que busca inconscientemente romper un silencio y mantenerme
alerta. Yo y mi ojo izquierdo entreabierto, observando tu silueta aún desnuda,
más seductora que nunca. Tu huida vespertina, que siempre coincide con el
último rayo de sol a través de la persiana entrecerrada sobre tu piel, escena
que al observar aún aturdida y embriagada por tus (sin)sabores percibo como si ante
una semidiosa me hallase.
¿Cuántos
siglos hace que comenzamos nuestra pequeña tradición? Yo no lo sé, pero el que
se atreva a observar con reprobación esta forma de sentirnos que acabó por imponerse descuido tras descuido pecará de error absoluto.
Y
es que tan solo tú y yo sabemos que en nuestro mundo, el único testigo de
estos encuentros –que es tu viejo colchón- las palabras ya no existen, pues
las únicas cosas que queremos decirnos son las que se transmiten con las manos.