No
es mi nervio el arranque. Más bien el sosiego. Respirar entrecortadamente se hace
tan habitual que de repente… un suspiro –aun a destiempo- se antoja un manjar
absolutamente delicioso, colmado de vida.
¡Ah…!
Qué extraño me siento hoy de mi extrañeza tras los sucesos acontecidos anoche,
cuando descubrí que en realidad no era sino el espejismo de un ser humano lo
que perseguían los latidos de mi pecho, y el nudo en el estómago, y en la
garganta… y en el alma.
Hoy
me hallo vacío. Hay un puesto vacante de sentir en cada una de mis
articulaciones, en cada uno de mis órganos. Aunque quisiera rehacer los nudos
ya deshechos no tengo cuerda alguna, la perdí en algún momento de su sonrisa
lejana, vaga, dirigida a otros… inalcanzable. Y la busqué. ¡Diablos!, ya lo
creo que lo hice. Mi espalda esperó impaciente el escalofrío a cada leve asomo
de sus dientes, blanquísimos, entre sus labios algo agrietados por el frío de
diciembre. Pero solo mi juicio reaccionó ante aquel gesto tan usual que
normalmente me nubla por completo. Mi recuerdo en un café, de su sonrisa, en
cambio, sí me hacía estremecer.
Mi
recuerdo.
Realmente
confuso, analizo cada poro de mi piel tras su contacto. Inspecciono mis
pupilas, que aún retienen su figura caminando etérea, tras despedirse con su
aroma dulzón en mi mejilla.
¿Es
posible que, en lo retorcido de nuestro ser, seamos capaces de hiperbolizar de
un modo extremadamente cruel la sensación más nimia e insignificante hasta
hacerla parecer la más gloriosa? ¿Podemos, de verdad, basar nuestra triste
existencia en el instante que, cada vez que es pensado por nuestra mente, crece
y crece como un copo de nieve que finaliza en la más hostil avalancha?
No
lo creo. Ahora lo sé.
Aún
noto eso que se marcha lentamente.
Es
la ilusión.