16 de marzo de 2014

Tienes fotografía en las palabras que has vivido

Tienes fotografía en las palabras que has vivido. Hablando a veinte centímetros de mi boca y sonriendo, sonriendo como si todas tus historias fueran sonreíbles, me haces sentir que atestiguo con mi mirada todo lo que, en realidad, tan solo perciben mis oídos.

Y me da por pensar que la magia no seas tú, sino el sofá magnífico en el que nos enredamos tarde tras tarde, en el que el tiempo nos engaña y finge desaparecer para luego sorprendernos con horas perdidas entre piel y eternas conversaciones.


¡Pero qué cosas se me ocurren! Ni el mejor sofá del mundo tiene tu sonrisa y tus abrazos…

27 de enero de 2014

Los desconocidos

Hoy he presenciado un encuentro entre dos extraños que antes de llegar a serlo se extrañaron con pavor y furia, como si tras aquel amor ruinoso solo quedara el vacío eterno para ambos. He sido testigo de su ignorarse mutuo, como deseando que el otro no hubiera advertido la presencia propia. Como si pensaran que el paso de los años les hacía inmunes a aquella soldadura que, supuse, debía de unirles todavía aunque fuera para sentirse cerca en aquel instante.

Estudié sus gestos con detenimiento y no eran aquellos que trae el amor, espontáneos y libres ante la mirada de cualquiera. Habían adquirido el tinte grisáceo de todos los sentimientos que, por no ser buenos, pasan desapercibidos en cafeterías como aquella.

Él miraba compulsivamente el reloj de pulsera desgastado que ella, al descubrir en un vistazo de soslayo, recordó en un estuche aterciopelado que envolvieron sus manos jóvenes hace muchos noviembres. Ya no eran aquellas manos que sostenían la pequeña taza de café, maduras, rebosantes de experiencias que borraron las huellas que él dejó algún día.
 
En perfecta sincronía, las miradas se turnaban. Los segundos exactos de espera eran cumplidos por los ojos de ambos antes de lanzarse a la aventura de asomar la vista tras sentirse observados por el otro.
 
Él recibió el café con una vaga sonrisa que a ella se le hizo lejanamente familiar e indolente mientras trataba de recordar si aquella vez que se conocieron tomaba el café solo o con leche.
 
La corbata perfectamente anudada, los tacones de seis centímetros, la chaqueta colocada con cuidado sobre el respaldo, el bolso de piel sentado en la silla, el pelo engominado hacia atrás y la falda larga sin una arruga contrastaban con la barba de tres días, el pelo despeinado recogido tras el sexo, las sudaderas de él que siempre acababan en los cajones de ella, los vaqueros desgastados y las sucias zapatillas de lona que ambos guardaban como un tesoro bajo la cama.
 
La extrañeza ante el ahora en el que se transformó el ayer cargaba progresivamente a aquellas miradas de impresiones y recuerdos vagos de aquellos días llenos de amor y de dos. Él bebía con impaciencia el café que día tras día se había convertido en el ritual de contraste con las jornadas frenéticas de trabajo y estrés. Aquella mañana, sin embargo, deseaba volver a su rutina laboral y escapar de aquel encuentro inesperado con el pasado lejano que le reprochaba cuánto había madurado, como si la madurez fuese síntoma del empobrecimiento personal. Ella seguía impasible, sin sentir más que cierta nostalgia no por él, sino por lo que provoca el amarse joven, sabiendo que jamás regresaría aquel querer loco, desinteresado y tremendamente autodestructivo.
 
Él se levantó y ella, por un momento, pensó que vería de inmediato aquel gesto que tantas veces había admirado en la facultad cuando al marcharse, él se agachaba para coger la mochila algo rota y casi siempre medio abierta y la dejaba caer con algo de socarronería sobre su hombro derecho. Sin embargo, aquel hombre desconocido de pelo engominado se levantó, asió como una pluma su chaqueta e introdujo sus brazos en ella casi por accidente. Tras ello, se agachó para tomar con elegancia un maletín y emprendió su marcha, no sin antes dirigir una última mirada al viejo reloj y a ella, que agachó instintivamente la cabeza y cuando la levantó de nuevo tan solo halló los restos de una puerta recién abierta y un pasado casi olvidado.
 
Sin saberlo, aquellos dos extraños me regalaron una lección prematura que, de no haber descubierto, me habría enseñado quizá el paso de los años. El tiempo, que sin ser sabio carga la sabiduría que nos transmite: nos hace sabios a nosotros.
 
Aquel encuentro me acompañó largo rato por mi incomprensión. ¿Cómo quien tanto se ha querido llega a sentirse ajeno al otro, a no recordar su piel como un refugio y sus manos como la calma hecha carne y huesos? ¿Cómo habiéndonos conocido tan al rojo vivo pero a fuego lento aprendemos que tocarnos está prohibido?
 
Desconocidos, quise pensar, son quienes no se conocen. Quienes no se han visto o ni siquiera saben de la existencia de otros seres, que al mismo tiempo desconocen la existencia de ellos mismos.
 
¿Qué son entonces aquellos extraños de la cafetería? ¿Qué somos tú y yo y todas las personas que se han conocido y luego han dejado de conocerse?
 
Por fin lo supe. Aquellos que se habían reencontrado no eran sino dos desconocidos por excelencia.
 
Desconocidos son los que se conocieron para desconocerse. Los que, habiendo bebido de su existencia mutua haciéndola parte de la suya propia, invierten el proceso y dan portazo a lo vivido para deshacer el roce, el temblor, el cuerpo con cuerpo, la piel con piel, las verdades inciertas, las mentiras piadosas. Para desmembrar un amor hecho con sus manos y deshecho con el tiempo.
 
Desconocerse como desengañarse, desenterrarse de un amor pasado. Invertir dolorosamente un proceso que resulta tan natural en la ida como en la vuelta. Desconocerse como desaprenderse y desaprender lo innecesario, lo que ayer fue imprescindible y hoy debe ser banal. Desconocerse como camino pedregoso hacia el cambio de etapa. Como abrir la ventana al frío desolador de un enero que antes de florecer y hacerse oportunidad sabe a duelo.
 
Usamos mal la palabra desconocidos. Tan solo son desconocidos quienes han sufrido el proceso de desconocerse, de reprimir su impulso por besar los labios ahora impropios, acercar sus manos a las del otro, respirar el aroma de aquella persona que ahora no conocen.
 
Solo son desconocidos quienes se han conocido.
 
Vamos a desconocernos poco a poco. Invirtamos el proceso como si no hubiera existido este quererse mágico, este hacerse agua con y sin dolerse. Vamos a desconocernos sin mancillar recuerdos, que son lo que nos quedará cuando seamos desconocidos para constatar aquello que fuimos. Vamos a desconocernos mientras crecemos llegando a convertirnos en lo que nunca sabré de ti o tú de mí. Vamos a desconocernos hasta que un día, de repente, nuestros cuerpos vacíos de ayer se crucen en un escenario futuro y no recordemos siquiera al vernos por qué nos tocamos un día con las manos tan llenas de secretos, tan cargadas de verdades convertidas ahora en mentira, o al menos en pasado.
 
Vamos a desconocernos. Como desarropar un cariño encendido y deshacer las maletas de un amor viajero que no ha conocido el horizonte salado que nos prometimos y que ha terminado en la ciudad de la sequía: donde comenzó.
 
Vamos a desconocernos. Como quien destiñe de una vez por todas ese rojo que nació intenso y que clarea débil con la luz del sol.

Venga, seamos desconocidos. Vamos a desconocernos. Pero no neguemos nunca habernos conocido.

19 de enero de 2014

Balance de un trimestre inoportuno



Hoy he desechado –ya era hora- aquellos minúsculos textos incomprensibles que escribía de vuelta a casa, de vuelta a clase, de vuelta al mundo y a mí misma: tras cada despedida. “Ya empiezo a acostumbrarme…” decía uno que dejé olvidado, inacabado como todos los demás. 

“Ya empieza el desamor por la tristeza…”.

Ahora los siento mentira. Todos y cada uno de ellos. Aquellos poemas edulcorados que escribió un noviembre acomodado en el cuello ajeno y los después desnudos y la prosa que dejó diciembre. Las palabras que nacieron y murieron antes de ser dichas en voz alta, escritas con tinta o pensadas con conciencia.

Con conciencia.

Hoy resulta extrañamente doloroso ser consciente de que quien precisamente presumió aquel verano –ahora queda lejos, demasiado lejos- de dar importancia a las palabras que decimos y me despertó así del letargo y la cómoda soledad, las haya utilizado para minar el poso de fuerzas que conseguí reunir a duras penas por creernos, creer en lo increíble.

Lo increíble.

¿Hay vestigios de algo fuera de mí? ¿Y dentro? ¿Hay algo, simplemente? Tengo un hueco gigantesco que viaja dentro de mi cuerpo y me visita con frecuencia para recordarme lo increíble. Que este trimestre vivido es el más feliz que ojalá nunca hubiese existido.

Pero la paradoja siempre sale a flote. ¿Alguien ha sido realmente feliz? ¿Quién echa de menos la tristeza?

Soy un kamikaze. 

Ha cambiado demasiado el mundo como para poder seguir la marcha sin esfuerzos. Ahora vivo del recuerdo, y no del de unas manos que me rocen y una mente distinta a la que piensa por mi cuerpo ahora frío, como inerte; sino del de una soledad aprendida hace ya mucho tiempo, de la que me desprendieron de un plumazo y que olvidé tan fácil…

Tan fácil.

Como la huida. Yo he optado por ella. El kamikaze, triste, solo, consciente y saturado de incredulidad que se le clava como mil cuchillos oxidados hizo las maletas para irse lejos. Volverá, claro que lo hará. Pero tiene la minúscula esperanza de dejar allí donde huye el recuerdo de un trimestre ya vivido que le acecha, le asedia y le entorpece a cada paso.

El kamikaze viaja solo y en su marcha recuerda irremediablemente aquel otro viaje en compañía. Mismo tren,  mismo destino y la manera de llenar el espacio que les rodeaba también la misma: cientos de transeúntes desconocidos y ajenos a sus pensamientos, tan solo como parte pasiva de un mundo exterior a esta mente, a este cuerpo y a mí misma. Porque al kamikaze no le importaba –ni le importa ahora en la huida-, lo que allá fuera ocurriese.

Nada importa. Ni ahora ni antes. Ni en esta huida en la que el kamikaze se refugia ni en aquella búsqueda en la que la compañía era la garantía del éxito –y del fracaso, supo reconocer más tarde-. Desde el tren, a solas, observando la realidad de enero fragmentada a través de la ventanilla, recuerdo aquel diciembre. Un frío más mágico llenaba el aire y otro cuerpo, otra mente, otros ojos y una sonrisa blanquísima que, confieso, aún es mi linterna daban sentido a mi presencia en aquel asiento.

Aún conservo los recuerdos que, con suerte, seguirán conmigo mucho tiempo. Y, lejos de ser ése mi consuelo, reprimiré mi instinto hedonista y paradójicamente sufridor, el que me conservó en aquel letargo loco, tremendamente loco al que no volveré y del que jamás lograré sentir un arrepentimiento sincero. Porque aún hoy, cuando me repito casi imperceptiblemente ese “ojalá nunca…” lo que siento no es haber vivido aquel cuerpo como parte del mío propio, sino no haberme bebido lentamente y como el mejor de los vinos el último sorbo de su presencia en mis secretos y mis curvas, pronunciadas siempre a su antojo.

A su antojo.

Y por ello el desastre final. El hachazo innecesario que rompió el pequeño hilo que quedaba entre dos cuerpos ya deshilachados. Ni hacha ni cuchillo ni tijera, sé ahora, hubieran sido necesarios. Porque el hilo estaba enfermo desde aquel diciembre. Tras la magia.

¿Cómo hemos llegado a esto?

Con aquella duda aún por resolver reanudé mi vuelta hacia mí misma. De todos los asuntos que podrían quedar pendientes tan solo encuentro un “por qué” gigantesco que se difumina poco a poco.

Ya se desvanecerá.

Qué curioso. Qué extraños y caóticos suenan ahora estos pensamientos en un cuerpo hueco, arrasado por la peor de las tormentas, la más eléctrica y luminosa. La más perfecta –también-. Ahora, destruyendo el instinto suicida de este kamikaze que despertaba cada mañana para lanzarse contra un muro imbatible, he encontrado la verdad tras el viaje hacia el vacío, el punto de inflexión que lo cambia todo.

Al salir de aquel tren en soledad, con el frío azotando un cuerpo olvidadizo y poco abrigado, descubrí que aquella otra vez en compañía el destino no era el viaje en sí, ni los momentos mágicos, ni los recuerdos anteriores; sino la impotencia, la rabia y la desolación que romperían la incierta paz de un kamikaze cargado de ilusiones y esperanzas. En cambio, ahora, aunque la magia hubiera dejado de flotar en el aire y el frío de enero me raspase la piel con menos tacto y a mí sola, encontré lo que venía buscando: nada en absoluto.

No me esperaba nada. Porque ya no espero nada. Y eso es lo más maravilloso.


No traten de entender estas palabras. No están hechas con las manos.