19 de enero de 2014

Balance de un trimestre inoportuno



Hoy he desechado –ya era hora- aquellos minúsculos textos incomprensibles que escribía de vuelta a casa, de vuelta a clase, de vuelta al mundo y a mí misma: tras cada despedida. “Ya empiezo a acostumbrarme…” decía uno que dejé olvidado, inacabado como todos los demás. 

“Ya empieza el desamor por la tristeza…”.

Ahora los siento mentira. Todos y cada uno de ellos. Aquellos poemas edulcorados que escribió un noviembre acomodado en el cuello ajeno y los después desnudos y la prosa que dejó diciembre. Las palabras que nacieron y murieron antes de ser dichas en voz alta, escritas con tinta o pensadas con conciencia.

Con conciencia.

Hoy resulta extrañamente doloroso ser consciente de que quien precisamente presumió aquel verano –ahora queda lejos, demasiado lejos- de dar importancia a las palabras que decimos y me despertó así del letargo y la cómoda soledad, las haya utilizado para minar el poso de fuerzas que conseguí reunir a duras penas por creernos, creer en lo increíble.

Lo increíble.

¿Hay vestigios de algo fuera de mí? ¿Y dentro? ¿Hay algo, simplemente? Tengo un hueco gigantesco que viaja dentro de mi cuerpo y me visita con frecuencia para recordarme lo increíble. Que este trimestre vivido es el más feliz que ojalá nunca hubiese existido.

Pero la paradoja siempre sale a flote. ¿Alguien ha sido realmente feliz? ¿Quién echa de menos la tristeza?

Soy un kamikaze. 

Ha cambiado demasiado el mundo como para poder seguir la marcha sin esfuerzos. Ahora vivo del recuerdo, y no del de unas manos que me rocen y una mente distinta a la que piensa por mi cuerpo ahora frío, como inerte; sino del de una soledad aprendida hace ya mucho tiempo, de la que me desprendieron de un plumazo y que olvidé tan fácil…

Tan fácil.

Como la huida. Yo he optado por ella. El kamikaze, triste, solo, consciente y saturado de incredulidad que se le clava como mil cuchillos oxidados hizo las maletas para irse lejos. Volverá, claro que lo hará. Pero tiene la minúscula esperanza de dejar allí donde huye el recuerdo de un trimestre ya vivido que le acecha, le asedia y le entorpece a cada paso.

El kamikaze viaja solo y en su marcha recuerda irremediablemente aquel otro viaje en compañía. Mismo tren,  mismo destino y la manera de llenar el espacio que les rodeaba también la misma: cientos de transeúntes desconocidos y ajenos a sus pensamientos, tan solo como parte pasiva de un mundo exterior a esta mente, a este cuerpo y a mí misma. Porque al kamikaze no le importaba –ni le importa ahora en la huida-, lo que allá fuera ocurriese.

Nada importa. Ni ahora ni antes. Ni en esta huida en la que el kamikaze se refugia ni en aquella búsqueda en la que la compañía era la garantía del éxito –y del fracaso, supo reconocer más tarde-. Desde el tren, a solas, observando la realidad de enero fragmentada a través de la ventanilla, recuerdo aquel diciembre. Un frío más mágico llenaba el aire y otro cuerpo, otra mente, otros ojos y una sonrisa blanquísima que, confieso, aún es mi linterna daban sentido a mi presencia en aquel asiento.

Aún conservo los recuerdos que, con suerte, seguirán conmigo mucho tiempo. Y, lejos de ser ése mi consuelo, reprimiré mi instinto hedonista y paradójicamente sufridor, el que me conservó en aquel letargo loco, tremendamente loco al que no volveré y del que jamás lograré sentir un arrepentimiento sincero. Porque aún hoy, cuando me repito casi imperceptiblemente ese “ojalá nunca…” lo que siento no es haber vivido aquel cuerpo como parte del mío propio, sino no haberme bebido lentamente y como el mejor de los vinos el último sorbo de su presencia en mis secretos y mis curvas, pronunciadas siempre a su antojo.

A su antojo.

Y por ello el desastre final. El hachazo innecesario que rompió el pequeño hilo que quedaba entre dos cuerpos ya deshilachados. Ni hacha ni cuchillo ni tijera, sé ahora, hubieran sido necesarios. Porque el hilo estaba enfermo desde aquel diciembre. Tras la magia.

¿Cómo hemos llegado a esto?

Con aquella duda aún por resolver reanudé mi vuelta hacia mí misma. De todos los asuntos que podrían quedar pendientes tan solo encuentro un “por qué” gigantesco que se difumina poco a poco.

Ya se desvanecerá.

Qué curioso. Qué extraños y caóticos suenan ahora estos pensamientos en un cuerpo hueco, arrasado por la peor de las tormentas, la más eléctrica y luminosa. La más perfecta –también-. Ahora, destruyendo el instinto suicida de este kamikaze que despertaba cada mañana para lanzarse contra un muro imbatible, he encontrado la verdad tras el viaje hacia el vacío, el punto de inflexión que lo cambia todo.

Al salir de aquel tren en soledad, con el frío azotando un cuerpo olvidadizo y poco abrigado, descubrí que aquella otra vez en compañía el destino no era el viaje en sí, ni los momentos mágicos, ni los recuerdos anteriores; sino la impotencia, la rabia y la desolación que romperían la incierta paz de un kamikaze cargado de ilusiones y esperanzas. En cambio, ahora, aunque la magia hubiera dejado de flotar en el aire y el frío de enero me raspase la piel con menos tacto y a mí sola, encontré lo que venía buscando: nada en absoluto.

No me esperaba nada. Porque ya no espero nada. Y eso es lo más maravilloso.


No traten de entender estas palabras. No están hechas con las manos.

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