27 de abril de 2013

Demos un paseo, idiota



Dame la mano, no vayas a perderte. Demos un paseo, idiota. Hay ciertas cosas que debo explicarte a estas alturas, cuando la evidencia de nuestra subsistencia decadente es más que una simple posibilidad.

He perdido la esperanza. Siempre crecí pensando en los mañanas y he descubierto que las puestas de sol en el horizonte ya no traen más que oscuridad. El alba ansiada es una maldita quimera. ¿Lo sabías, idiota? Sí, una quimera. Humo. 

No merece la pena soñar despierto ni un minuto más.

Has de saberlo, idiota, cabecita hueca. Déjame decirte que el amor no existe. Déjame enseñarte mis heridas. Míralas. Tócalas si quieres. Todas se convierten en feas cicatrices, sí, y duelen cuando llega el mal tiempo –y el bueno, en realidad-. Pero ahora es un dolor seguro, ya no asusta como antes. Recuérdalo, no lo olvides.

Cuenta con tus dedos las veces que has rozado sutilmente con ellos la felicidad. Vamos, no te cortes, hazlo. No voy a enfadarme si han sido más veces de las que lo he hecho yo. Ya superé esa fase de la envidia sana e insana que a todos nos corroe como un perverso virus. Te sobran todos los dedos, ¿verdad?

No, no lo siento en absoluto.

Perdí la compasión por el ser humano. Todo signo de empatía se desvaneció conmigo. Y es que ahora, tienes que saberlo, soy un triste autómata. Sí, ¿crees que debería avergonzarme? Me dedico a sobrevivir en este asqueroso mundo como si de un animal se tratase. Las emociones las aparqué hace ya demasiado tiempo. Tienes que dejar de lado las tuyas. Oh, por favor, no me hagas esto. No llores ni un segundo, idiota, o te convertirás en un idiota estúpido. Necesitarás tus lágrimas para otras funciones menos reales que sentir. No pierdas fuerza por ellas ahora.

Ten algo claro: el romanticismo es cosa de otra vida. Sonríe a esa mujer preciosa cuanto gustes y hazle el amor si quieres. Ten hijos con ella. Ámala si puedes. Pero no olvides, compañero, que nada de eso será real.

Ay, querido idiota. Pensaste que esta vez igual no tendrías que confeccionarte tus propios universos para sentir algo extrañamente cercano a la felicidad. Pero no te diste cuenta, amigo mío, de que mientras pensabas en esto mismo era precisamente fabricar un sueño lo que hacías.

Si quieres, si de verdad necesitas alguna esperanza para seguir, te dejaré un resquicio. Te concederé lo único que me sirvió cuando aún me sentía débil como para abandonar el mundo de los espejismos. Es la belleza. Ya lo sabes. Aprenderás a encontrarla en minúsculos e insignificantes instantes de tu vida. Es ella y solo ella la que te provocará sonrisas erosionadas a partir de ahora, cuando el resto de los atisbos de cualquier cosa que no sea oscura y perversa se han largado,  nos han abandonado a nuestra suerte.

Y también encontrarás esas pequeñas dosis enlatadas de felicidad procedentes de otros rostros que no te producen más que ansia, deseo infinito. Siento decirte que no se vive de ello. Algún día te odiarás a ti mismo y todo lo que eres por haber basado tu maldita y asquerosa ilusión de vida en tan solo eso: el deseo.

Mientras tanto yo seguiré aquí, en mi existencia basura, tratando de sortear piedras incómodas y minas antipersonas. Yo solo te he avisado de lo que te queda por ver, idiota, no por simpatía, no por cariño o afecto, sino porque ojalá alguien hubiera tenido la extraña deferencia de hacer lo mismo conmigo.



Ah, y perdona mi dureza. Hoy me he despertado algo cínico como para pararme a ser delicado con el mundo que jamás lo fue conmigo.

"No sé si quiero vivir, o si tengo que hacerlo o… si es solo costumbre."

Andrea. The Walking Dead

10 de abril de 2013

Tras el barbecho


Dejó por un momento
la fugacidad
y se posó ante mí,
con su magia.

Mil dudas asaltaron mis recovecos.
Su claridad, mi timidez y
la imposibilidad de
cualquier cosa.

Me aterró.
Sus ojos enormes y oscuros
destacaban
sobre el resto de su vida.

Y me contaban
a sorbos y destellos
todo lo que habían visto.

Casi dejo escapar el momento
tan esperado.
Casi.

Y ahora, cuando llegas,
 se asfixia el vacío,
porque me lleno de ti.

9 de abril de 2013

Capítulo cincuenta y cuatro. Excusas para escribir un haiku.

(1 de abril de 2013)
 
Aquella noche era triste. Suponía el fin de una etapa, el comienzo de una espera y todos se encontraban en aquel pub tomando unas copas y matando el tiempo antes de volver a casa. El fuego de una chimenea y un ambiente más rural habría sido el escenario perfecto en su opinión, aun con los compañeros desconocidos del lugar y la música de fondo que sonaba y en ocasiones les provocaba sonrisas y recuerdos. Sin embargo, el local en el que estaban resultó lo suficientemente agradable y cómodo como para alargar la estancia algunos minutos de más.

Las conversaciones se sucedían y en ocasiones convergían en él mismo, nexo de unión entre las personas implicadas. No pocas veces una voz al oído le recordaba de un modo violento para él lo que tan solo se permitía en ocasiones fugaces y, últimamente, en secreto. A veces le entendía increíblemente bien y otras resultaba extremadamente irritante, pues parecía no haber entendido la esencia de lo que ante él se hallaba.

No era el sexo, sí la sensualidad y belleza de cada uno de sus instantes, miradas y sonrisas limpias y preciosas. Jamás será su desnudez, sí su hombro, quizá en parte descubierto, y su clavícula presente y seductora, acompañada de su cuello y nuca perfectos. Nada tenía que ver su cuerpo, sí cada una de sus partes, todas ellas si eran analizadas con amor y ternura, con el cariño transparente de quien es consciente de que jamás serán suyas y que, aunque pueda resultar extraño, es feliz ante ello porque sabe que quien con elegancia las lleva le aporta todo aquello a lo que puede acceder, que jamás será lo que un día soñó, pero sí es suficiente hoy, cuando las heridas son cicatrices de guerra ya anecdóticas.

No existe posibilidad alguna de hacer deseo de lo que no le pertenece, pues no es lo físico lo que de lo físico le llama, sino la lindeza, el fruto y efecto que en su ánimo provoca y germina.

Se habría tratado de una noche más de no ser por los descubrimientos que le sorprendieron acerca de impresiones externas que le atacaban. Y no es que fuera un experto en el arte de la empatía. De hecho, solía tener la habilidad de hacer suyo lo que otros sintieran siempre y cuando dichas sensaciones hubieran sido anteriormente de su propiedad. Quizá una forma de egocentrismo demasiado complicada para aquella noche, aquellas copas, e incluso para él mismo.


No se te ocurra
pensar por un momento
que soy como tú,

Te equivocaste
si alguna vez creíste
que me entendías.

Capítulo cincuenta y tres. Viernes Santo.

(26 de marzo de 2013)
 
Ayer desperté con la felicidad en la cara. Qué difícil se me hacen últimamente los despertares. Una vida repleta de rutinas, sonrisas de compromiso y buenas caras a quienes menos deseo ver. Pero ayer el día nació azul, sin nubes que dibujaran el cielo o amenazaran la estabilidad del tiempo. Este Viernes Santo de 1956 hizo guardar los paraguas de los numerosos transeúntes del centro sevillano para mostrar el brillo del oro de los pasos a la luz del sol. Espléndido. La estampa no podía ser más bella. O eso me contaron otros al llegar a casa, pues por primera vez mi imagen no fue más que la que pude retener a través de los pequeños orificios que ofrecían el justo espacio para ver sin más. Y aunque jamás pensé que fuera a ser así, mis ojos se acostumbraron extraordinariamente bien a la vista tras el capirote de la Sevilla repleta de espera y de paciencia, de niños insolentes que exigen la cera de tu cirio para hacer su bola más grande y otros más simpáticos, o simplemente, mejor educados que sonríen con la palma de la mano hacia arriba, lo más ahuecada posible para que quepa el mayor número de caramelos en ella.
 
Y así transcurrió mi tarde, y después, mi noche. Antes de eso, cuando aún me encontraba en mi casa del arenal poniéndome la túnica, disimulando lo que bajo ella había con más ropa de lo habitual y colocándome los guantes mientras mi marido me miraba con gesto desaprobatorio (aunque sin mediar palabra) y apagaba y encendía cigarrillos a una velocidad enfermiza yo observaba desde la ventana que daba a la antigua Cárcel del Pópulo el azulejo ante el que hacía apenas unas horas había visto a los costaleros mecer a su Cristo de las Tres Caídas de un modo extraordinario. 
 
Con algo más de cuatro horas de sueño, y poniéndome por fin el capirote me rodeó una sensación que, estoy segura, jamás olvidaré: el anonimato más absoluto me invadía y me sentía viva y fuerte, casi como el hombre cuyo nombre y apellidos figuraban en la papeleta de sitio que guardaba en mi bolsillo, y el que aún con restos de desaprobación en la cara sonrió casi por instinto cuando bajo la túnica que disimulaba mis curvas y el capirote que cubría mi cara le guiñé uno de mis ojos de mujer.

Capítulo cincuenta. Egodomingo, egohorizonte, ego(en)sueño. Egoquimera

(29 de octubre de 2012)
 
Los domingos por la tarde hace unas ganas inmensas de no existir. El sol, bajo un cielo que parece una grandiosa paleta de algún pintor impresionista, se pone en cualquier horizonte al que jamás alcanzarán mis ojos desde aquí, tan lejos, tan lejos del final.
‘Ahora o nunca’, me digo en ocasiones cuando, caminando junto al río al que tantas veces escapo buscando un mar inmenso, recuerdo la hermosa línea que lo separa del cielo en un momento que jamás podré amar con tanta intensidad como cuando lo vivo, respirando su olor, sintiendo su contraste dentro de mí, creyéndome capaz de hacerlo mío, de serlo de veras. 
¿Cómo llegar a rozarte siquiera si para conseguirlo tengo que convertirme en el horizonte que nunca advierto ahora? 
Sin haberte tenido te extraño los lunes, y también los martes, y así durante cada día de la semana –algo menos las noches de alcohol y risas si son banales-. Pero es la delgada y asfixiante línea del horizonte que tan poco me gusta cuando se convierte en domingo la que une y separa como mar y cielo de un modo desesperadamente cruel el pausado y breve delirio de la cordura frenética e interminable, y arranca a jirones el poso de aire limpio que a veces conservo tras respirar hondo. Hay momentos en los que te deseo tanto que el mundo se hace irrespirable. Ay, cómo duele, cómo duele un domingo, respirar.
Y cuando la noche cae… se acerca, llega el momento anhelado. A veces sin sueño y a oscuras me aferro con fuerza a mi almohada y le cuento en silencio cosas de ti. Te bosquejo ante ella. Sé cómo eres a la perfección. Me transformo en el genio infalible y descifro la fórmula que me encamina sin mentir hacia la triste realidad: que ni mil veces mi presente se acercará remotamente a una pequeñísima migaja de tu dicha. Que jamás seré tu fragmento, que nunca formarás parte de mí.
El abandono al dulzor del ron que una vez habitó mi frágil vasito de cristal se vuelve una opción. Pero no es la perfecta si mis labios prueban el excitante y amargo aroma que, cual ginebra corriente, despides sin pestañear cuando noche tras noche te dibujo ante esa almohada a la que llamé confidente sin saberlo hace ya más tiempo del que quisiera admitir.
Las cadenas me reprimen, me atan durante esas noches de vigilia y ensueño. Te deseo tanto que la impotencia es desgarradora y amenaza con aumentar a cada inspiración. Cómo dueles; cuánto si respiro un domingo creyendo que eres el oxígeno y descubro que tan solo eres el humo. Porque a veces dudo de si el peor deseo, el más sufrido y perverso, es el que existe hacia una persona. Porque en ocasiones tengo la absoluta y efímera certeza de que anhelarte a ti es cuasi pecado. Tú, que ni persona eres, ni te conozco ni te he vivido. Tú, que tan solo apareces si te pienso, y tan solo te pienso siempre. Tú, que no eres nada; nada, nada en realidad y lo eres todo para mí porque no aprendo a existir sin ti. Tú, que no eres más que el quizá, el mañana, el ojalá que nunca se hará más que deseo. Mi medio de vida, mi arranque, mi alimento. Tú… que no eres sino lo que yo no seré jamás… jamás. 
Y te conviertes en el fraude para el que vivo. La tormenta que nunca estalla. La ola que llega desde el horizonte bañada por el sol tardío de este domingo que nunca rompe.

Capítulo cuarenta y nueve. Me llevas en tus manos.

(14 de septiembre de 2012) 

Me llevas en tus manos.
A cada sitio y en cada momento
de tu día.

Me llevas en tus manos
y no lo sabes.
O no lo piensas.

Me llevas.
Me llevas y finges
no hacerlo. No haberte manchado.
No haberme querido
esta tarde, este verano, esta vida.

Me llevas en tus manos
y dudas si me quieres,
dudando yo aún más
sobre si debo quererte o perderte
para siempre o quizá mañana.

Me llevaste ayer tarde
cuando entre sábanas descubrí,
por fin contigo,
el placer humano de escuchar por vez primera
mi canción favorita.

Me llevas ahora que te has ido a casa
y me has dejado aquí, también
con mis manos llenas de ti,
de quererte sin que nadie lo sepa,
de mirarte de reojo
sin saberlo yo siquiera.

Me sigues llevando, en tus manos,
en tu cuello y en tu boca.
Y en mis sueños, también, de la mano.
Y me seguirás llevando.
En tus manos, en tu piel,
en tu cuello y en tu boca
y tus recuerdos o los míos,
o simplemente mis sueños.

Me seguirás llevando
aunque sea precisamente ahora,
cuando menos me quieres,
cuando más te merezco.

Capítulo cuarenta y ocho. Hoy he soñado imposibles.

(27 de agosto de 2012)

Hoy he soñado imposibles.
Que te besaba.
Que sin saberlo, y sin maletas, un día llegabas a mi casa
[porque no te hacían falta].
Que de repente me mirabas y lo sabía.
Que en la estación eras tú quién me despedía con mirada triste
cuando hacía apenas un momento me habías regalado otro de tus después.
Que mi oído había memorizado tus suspiros.
Que tu olor no era solo un recuerdo.
Que, siendo mi pesimismo optimista,
durante todo este tiempo que te pensé
te había olvidado sin saberlo.

Pero he despertado y lo he sabido.
Que no me besabas.
Que jamás conocerás mi casa.
Que nunca más podré saberlo cuando me mires.
Que en la estación no eres tú,
sino mi reflejo con mirada triste
el que me despide
sabiendo que no habrá más de tus después.
Solo mis durantes.
Que mi oído,
quizá como el tuyo
[espero que no],
solo recuerda mi frase desafortunada.
La última.
Que respiro tu olor en todas las cosas
menos en mí.
Que, siendo mi optimismo realista,
durante todo este tiempo que no te pensé
no te había olvidado sin saberlo.


No es un poema. Es.... otra cosa.

Capítulo treinta y cuatro. Desequilibrio

(1 de marzo de 2011)

Me irritas. Resultas molesta para mí. Cada vez que abres la boca respiro hondo para concentrarme en el aire que entra en mis pulmones y olvidar lo desagradable de tu voz. Chillona, estridente, que penetra en mi cabeza y me descontrola por completo, haciéndome olvidar quién soy y, sobre todo, quién eres. Haciéndome olvidar que te quiero.

Hablas y aparto la mirada. Pocas veces vuelves a intentarlo cuando ves ese gesto en mí. Pero hoy es una de esas veces. Hoy te has propuesto enfadarme, y vuelves a dirigirte a mí cuando sabes que he dejado de ser yo.

Y sigo dándote la espalda con mi mirada. Ahora mi gesto es tosco. Mis ojos se han vuelto los de otra persona y mi mandíbula ha empezado a estar más tensa de lo normal.

Te levantas de la cama. Dentro de mi estado de ira contenida me alegro de que te alejes de mí. Apretando aún la mandíbula logro poner los pies en el suelo, buscando las zapatillas. Es entonces cuando algo quema mi hombro.

Girándome bruscamente hacia mi derecha logro averiguar que es tu mano la que ha provocado esa quemazón. Intentas calmarme. Sabes que es en vano. Deberías irte, y lo sabes. Pero hoy, especialmente hoy, no vas a hacerlo.

Y comienzo a odiarte. Te aparto de un manotazo y casi pierdes el equilibrio. Pero no, sigues en pie, y curiosamente eso me ha cabreado aún más.

En este momento no soy yo. Soy mi rabia, mi ira y mi odio. Y todo lo voy a descargar contra ti. Has dejado de hablar y has empezado a ser consciente de lo que has hecho, de lo que me has hecho. Te acabas de percatar de que ello va a traer consecuencias.

Me miras con esa cara que me hace sentir fuerte, poderoso frente a ti. Mi cuerpo va acercándose poco a poco al tuyo, mientras tu mirada me habla. Me pides perdón, me suplicas, pero nada de eso va a hacer que deje de estar enfadado. Te respondo con mi mirada, también, que ya es tarde, que no va a ocurrir eso que pides y que voy a pasarlo en grande.

Intentas correr hacia la puerta, pero antes de que puedas siquiera dar un par de pasos agarro tu mano y, de un tirón, te tengo a pocos centímetros de mí. Con la mano que me queda libre acaricio tu cara, mientras disfruto pensando en cuántas formas podría llevar a cabo para hacerte daño. De momento me contento con un rodillazo en tu estómago, que hace que te dobles y caigas al suelo. Desde arriba, te miro riendo. Das pena. Tan sólo te he golpeado una vez y ya lloras. Eso me hace pensar en lo débil que eres, y me cabrea aún más. Me agacho para agarrar tu pelo y, tirando de él, te devuelvo a la verticalidad.

Ya no me miras. Te limitas a sollozar e intentar protegerte, siempre con tu mirada clavada en el suelo. Como si me temieras, como si yo fuera malo contigo. Y eso me encanta.

Otra patada y de nuevo al suelo. Ya no quiero tirar más de ti, así que me limito a golpearte desde arriba. Pateo tu estómago por tercera, cuarta, quinta vez. Al ver que tienes desprotegida la cara lanzo un puntapié contra ella. Tienes sangre. Me recuerdo a mí mismo que la nariz sangra de una forma muy escandalosa, y que no debe ser tan grave como parece.

Empiezas a gritar. Lloras y gritas al mismo tiempo. Eso me irrita aún más de lo que ya me irritaste antes. Me quito el calcetín del pie izquierdo y te lo meto en la boca. Pateo una vez más tu cara.

Empiezas a retorcerte, a moverte como si estuvieras loca. Te miro durante unos segundos, riéndome ante tal ridiculez. Cuando intentas levantarte te empujo y, fácilmente, caes al suelo. Tienes demasiada sangre. Me quito el otro calcetín y te limpio. Me gusta ver tu cara. Me excita.

Aprovechando que me he agachado, me pongo a horcajadas sobre ti. Intentas moverte, retorcerte una vez más. Pero sabes que no puedes conmigo, y acabas por dejar de hacerlo. En cambio, mueves tus manos, intentando arañarme, pellizcarme. Te abofeteo a modo de castigo y decido que es mejor inmovilizarte por completo, así que me acomodo de forma que tus brazos queden paralizados bajo el peso de mi cuerpo.

Vuelvo a abofetearte. Varias veces. Ya no lloras, ni gritas. Ni me miras. Tienes los ojos cerrados, bajo la hinchazón que ya empieza a notarse en tu cara. Me aburre pegarte.

Entonces se me ocurre algo. Acerco mis manos a tu cuello. Lo acaricio suavemente. Lo masajeo y poco a poco voy apretando, cada vez más, hasta que abres los ojos. Me miras como nunca lo has hecho, con esos ojos abiertos como platos, desorbitados. Te falta el aire. Lo sabes. Lo sé. Intentas balbucear algo, pero el calcetín en tu boca y la presión en la garganta hacen que sea imposible.

Vuelves a retorcerte, cada vez menos fuerte. Bajo mis piernas noto tus latidos, menos intensos por segundos, y en mi pecho noto el mío. Más rápido, más fuerte cada vez. Más vivo.

Y por fin dejas de moverte, de intentar pararme. Tu expresión se ha congelado. Tu mirada está rígida, inerte. Como tú.

Lentamente, voy aflojando la presión de tu cuello. Me da por pensar que si lo hubiera hecho unos segundos antes quizá seguirías viva. Pero ya no hay vuelta atrás. Acaricio tu cuello lleno de señales de mis manos para despedirme y te doy un beso en la mejilla.

Me levanto. Miro mis pies. No tengo calcetines. Me dirijo al cajón donde siempre los guardas y, al pasar por el espejo, me veo completamente manchado de sangre, con algún arañazo en la cara, los brazos y el pecho desnudo. Sonrío. Al parecer, has luchado con más fuerza de la que pensaba.

Entro en la ducha. Abro el grifo de agua fría y la dejo caer sobre mí. Empiezo a pensar en lo que he hecho y comienzo a tener una desagradable sensación de culpabilidad. Vuelvo a sentir cierta irritación, pero esta vez conmigo mismo.

Olvidando esa sensación, termino mi ducha, me visto rápidamente y salgo a la habitación. Allí sigues, atormentándome. Mirándome y culpándome con tus ojos, tu cuerpo ensangrentado y tu cuello amoratado. 

Decido marcharme. Hasta que me encuentren. Cogeré la primera salida de la primera autopista. Iré hacia el primer lugar en el que no me reconozcan. Ya me da igual. Ya no estás tú…

Capítulo treinta y dos

(26 de febrero de 2011)

Miradme. ¿No soy acaso la viva imagen de un despojo? ¿No soy yo quizá nada más que los restos de lo que algún día fui o pude llegar a ser?

Sentidme. Nada en mi interior. Soy un espectro. Un cuerpo vacío, impreciso, exento de valor. Roto.
Quemadme. Quemadme viva. No dolerá ni la mitad de lo que duele ahora. No asfixiará tanto el humo como el vacío que tanto pesa dentro de mí.

Déjame. Hazte a un lado en mi lugar. No necesito odiarte, tan sólo odio necesitarte. Hazme daño. Desencántame.

No quiero ser. No quiero ayuda. Ayudadme.

Capítulo veintinueve. Bajo cero

 (31 de enero de 2011)

Cuatro momentos y mi vida un caos. No tiemblo, no lloro. No río.

Soy como el aire frío que, al respirar, resulta estremecedor, molesto, doloroso. Pero no soy aire húmedo. No me calo en los huesos, en tus huesos. Al fin y al cabo, tan sólo soy una mala bocanada de aire.

Estoy bajo cero. Soy bajo cero. Y sigo sin temblar, llorar o reír. Soy impasible.

Mis pupilas, mis ojos son el hielo que enfría mi cuerpo, formado tan sólo de gas y aire. Te miro. No me importas. No me importa. Ya no quiero. No te quiero.

Un Red Bull, una tila. ¿Qué más da? Nada puede afectarme. Soy imperturbable.

Un cigarrillo. Dos. Fuego en mi boca. Y no me derrito. ¿Importa acaso? Soy inmortal.

Una hora. Un libro. Otra hora. Mil palabras y dos siglos. Más horas, más fechas y más siglos. Y nada dentro de mí. ¿De verdad importa? Soy impenetrable.

Una frase. Dos silencios. Una despedida. Algún te quiero. ¿En serio merece la pena? Soy inaccesible.


Soy de hielo.