4 de octubre de 2013

Rutina de apariencias tácitas

A veces, me gusta imaginar, te hago el amor tan solo para observarte después mientras te vistes torpemente y a hurtadillas, en la penumbra de un ambiente que huele a nuestra interminable reiteración de desvaríos instintivos.

Extraño ritual ése en el que fingimos no fingir escapar la una de la otra. Tú y tu mal vestir precipitado que busca inconscientemente romper un silencio y mantenerme alerta. Yo y mi ojo izquierdo entreabierto, observando tu silueta aún desnuda, más seductora que nunca. Tu huida vespertina, que siempre coincide con el último rayo de sol a través de la persiana entrecerrada sobre tu piel, escena que al observar aún aturdida y embriagada por tus (sin)sabores percibo como si ante una semidiosa me hallase.

¿Cuántos siglos hace que comenzamos nuestra pequeña tradición? Yo no lo sé, pero el que se atreva a observar con reprobación esta  forma de sentirnos que acabó por imponerse descuido tras descuido pecará de error absoluto.


Y es que tan solo tú y yo sabemos que en nuestro mundo, el único testigo de estos encuentros –que es tu viejo colchón- las palabras ya no existen, pues las únicas cosas que queremos decirnos son las que se transmiten con las manos.

22 de julio de 2013

A enemigo que huye... puente de plata.

No es mi nervio el arranque. Más bien el sosiego. Respirar entrecortadamente se hace tan habitual que de repente… un suspiro –aun a destiempo- se antoja un manjar absolutamente delicioso, colmado de vida.

¡Ah…! Qué extraño me siento hoy de mi extrañeza tras los sucesos acontecidos anoche, cuando descubrí que en realidad no era sino el espejismo de un ser humano lo que perseguían los latidos de mi pecho, y el nudo en el estómago, y en la garganta… y en el alma.

Hoy me hallo vacío. Hay un puesto vacante de sentir en cada una de mis articulaciones, en cada uno de mis órganos. Aunque quisiera rehacer los nudos ya deshechos no tengo cuerda alguna, la perdí en algún momento de su sonrisa lejana, vaga, dirigida a otros… inalcanzable. Y la busqué. ¡Diablos!, ya lo creo que lo hice. Mi espalda esperó impaciente el escalofrío a cada leve asomo de sus dientes, blanquísimos, entre sus labios algo agrietados por el frío de diciembre. Pero solo mi juicio reaccionó ante aquel gesto tan usual que normalmente me nubla por completo. Mi recuerdo en un café, de su sonrisa, en cambio, sí me hacía estremecer.

Mi recuerdo.

Realmente confuso, analizo cada poro de mi piel tras su contacto. Inspecciono mis pupilas, que aún retienen su figura caminando etérea, tras despedirse con su aroma dulzón en mi mejilla.

¿Es posible que, en lo retorcido de nuestro ser, seamos capaces de hiperbolizar de un modo extremadamente cruel la sensación más nimia e insignificante hasta hacerla parecer la más gloriosa? ¿Podemos, de verdad, basar nuestra triste existencia en el instante que, cada vez que es pensado por nuestra mente, crece y crece como un copo de nieve que finaliza en la más hostil avalancha?

No lo creo. Ahora lo sé.

Aún noto eso que se marcha lentamente.
Es la ilusión.

27 de abril de 2013

Demos un paseo, idiota



Dame la mano, no vayas a perderte. Demos un paseo, idiota. Hay ciertas cosas que debo explicarte a estas alturas, cuando la evidencia de nuestra subsistencia decadente es más que una simple posibilidad.

He perdido la esperanza. Siempre crecí pensando en los mañanas y he descubierto que las puestas de sol en el horizonte ya no traen más que oscuridad. El alba ansiada es una maldita quimera. ¿Lo sabías, idiota? Sí, una quimera. Humo. 

No merece la pena soñar despierto ni un minuto más.

Has de saberlo, idiota, cabecita hueca. Déjame decirte que el amor no existe. Déjame enseñarte mis heridas. Míralas. Tócalas si quieres. Todas se convierten en feas cicatrices, sí, y duelen cuando llega el mal tiempo –y el bueno, en realidad-. Pero ahora es un dolor seguro, ya no asusta como antes. Recuérdalo, no lo olvides.

Cuenta con tus dedos las veces que has rozado sutilmente con ellos la felicidad. Vamos, no te cortes, hazlo. No voy a enfadarme si han sido más veces de las que lo he hecho yo. Ya superé esa fase de la envidia sana e insana que a todos nos corroe como un perverso virus. Te sobran todos los dedos, ¿verdad?

No, no lo siento en absoluto.

Perdí la compasión por el ser humano. Todo signo de empatía se desvaneció conmigo. Y es que ahora, tienes que saberlo, soy un triste autómata. Sí, ¿crees que debería avergonzarme? Me dedico a sobrevivir en este asqueroso mundo como si de un animal se tratase. Las emociones las aparqué hace ya demasiado tiempo. Tienes que dejar de lado las tuyas. Oh, por favor, no me hagas esto. No llores ni un segundo, idiota, o te convertirás en un idiota estúpido. Necesitarás tus lágrimas para otras funciones menos reales que sentir. No pierdas fuerza por ellas ahora.

Ten algo claro: el romanticismo es cosa de otra vida. Sonríe a esa mujer preciosa cuanto gustes y hazle el amor si quieres. Ten hijos con ella. Ámala si puedes. Pero no olvides, compañero, que nada de eso será real.

Ay, querido idiota. Pensaste que esta vez igual no tendrías que confeccionarte tus propios universos para sentir algo extrañamente cercano a la felicidad. Pero no te diste cuenta, amigo mío, de que mientras pensabas en esto mismo era precisamente fabricar un sueño lo que hacías.

Si quieres, si de verdad necesitas alguna esperanza para seguir, te dejaré un resquicio. Te concederé lo único que me sirvió cuando aún me sentía débil como para abandonar el mundo de los espejismos. Es la belleza. Ya lo sabes. Aprenderás a encontrarla en minúsculos e insignificantes instantes de tu vida. Es ella y solo ella la que te provocará sonrisas erosionadas a partir de ahora, cuando el resto de los atisbos de cualquier cosa que no sea oscura y perversa se han largado,  nos han abandonado a nuestra suerte.

Y también encontrarás esas pequeñas dosis enlatadas de felicidad procedentes de otros rostros que no te producen más que ansia, deseo infinito. Siento decirte que no se vive de ello. Algún día te odiarás a ti mismo y todo lo que eres por haber basado tu maldita y asquerosa ilusión de vida en tan solo eso: el deseo.

Mientras tanto yo seguiré aquí, en mi existencia basura, tratando de sortear piedras incómodas y minas antipersonas. Yo solo te he avisado de lo que te queda por ver, idiota, no por simpatía, no por cariño o afecto, sino porque ojalá alguien hubiera tenido la extraña deferencia de hacer lo mismo conmigo.



Ah, y perdona mi dureza. Hoy me he despertado algo cínico como para pararme a ser delicado con el mundo que jamás lo fue conmigo.

"No sé si quiero vivir, o si tengo que hacerlo o… si es solo costumbre."

Andrea. The Walking Dead

10 de abril de 2013

Tras el barbecho


Dejó por un momento
la fugacidad
y se posó ante mí,
con su magia.

Mil dudas asaltaron mis recovecos.
Su claridad, mi timidez y
la imposibilidad de
cualquier cosa.

Me aterró.
Sus ojos enormes y oscuros
destacaban
sobre el resto de su vida.

Y me contaban
a sorbos y destellos
todo lo que habían visto.

Casi dejo escapar el momento
tan esperado.
Casi.

Y ahora, cuando llegas,
 se asfixia el vacío,
porque me lleno de ti.

9 de abril de 2013

Capítulo cincuenta y cuatro. Excusas para escribir un haiku.

(1 de abril de 2013)
 
Aquella noche era triste. Suponía el fin de una etapa, el comienzo de una espera y todos se encontraban en aquel pub tomando unas copas y matando el tiempo antes de volver a casa. El fuego de una chimenea y un ambiente más rural habría sido el escenario perfecto en su opinión, aun con los compañeros desconocidos del lugar y la música de fondo que sonaba y en ocasiones les provocaba sonrisas y recuerdos. Sin embargo, el local en el que estaban resultó lo suficientemente agradable y cómodo como para alargar la estancia algunos minutos de más.

Las conversaciones se sucedían y en ocasiones convergían en él mismo, nexo de unión entre las personas implicadas. No pocas veces una voz al oído le recordaba de un modo violento para él lo que tan solo se permitía en ocasiones fugaces y, últimamente, en secreto. A veces le entendía increíblemente bien y otras resultaba extremadamente irritante, pues parecía no haber entendido la esencia de lo que ante él se hallaba.

No era el sexo, sí la sensualidad y belleza de cada uno de sus instantes, miradas y sonrisas limpias y preciosas. Jamás será su desnudez, sí su hombro, quizá en parte descubierto, y su clavícula presente y seductora, acompañada de su cuello y nuca perfectos. Nada tenía que ver su cuerpo, sí cada una de sus partes, todas ellas si eran analizadas con amor y ternura, con el cariño transparente de quien es consciente de que jamás serán suyas y que, aunque pueda resultar extraño, es feliz ante ello porque sabe que quien con elegancia las lleva le aporta todo aquello a lo que puede acceder, que jamás será lo que un día soñó, pero sí es suficiente hoy, cuando las heridas son cicatrices de guerra ya anecdóticas.

No existe posibilidad alguna de hacer deseo de lo que no le pertenece, pues no es lo físico lo que de lo físico le llama, sino la lindeza, el fruto y efecto que en su ánimo provoca y germina.

Se habría tratado de una noche más de no ser por los descubrimientos que le sorprendieron acerca de impresiones externas que le atacaban. Y no es que fuera un experto en el arte de la empatía. De hecho, solía tener la habilidad de hacer suyo lo que otros sintieran siempre y cuando dichas sensaciones hubieran sido anteriormente de su propiedad. Quizá una forma de egocentrismo demasiado complicada para aquella noche, aquellas copas, e incluso para él mismo.


No se te ocurra
pensar por un momento
que soy como tú,

Te equivocaste
si alguna vez creíste
que me entendías.

Capítulo cincuenta y tres. Viernes Santo.

(26 de marzo de 2013)
 
Ayer desperté con la felicidad en la cara. Qué difícil se me hacen últimamente los despertares. Una vida repleta de rutinas, sonrisas de compromiso y buenas caras a quienes menos deseo ver. Pero ayer el día nació azul, sin nubes que dibujaran el cielo o amenazaran la estabilidad del tiempo. Este Viernes Santo de 1956 hizo guardar los paraguas de los numerosos transeúntes del centro sevillano para mostrar el brillo del oro de los pasos a la luz del sol. Espléndido. La estampa no podía ser más bella. O eso me contaron otros al llegar a casa, pues por primera vez mi imagen no fue más que la que pude retener a través de los pequeños orificios que ofrecían el justo espacio para ver sin más. Y aunque jamás pensé que fuera a ser así, mis ojos se acostumbraron extraordinariamente bien a la vista tras el capirote de la Sevilla repleta de espera y de paciencia, de niños insolentes que exigen la cera de tu cirio para hacer su bola más grande y otros más simpáticos, o simplemente, mejor educados que sonríen con la palma de la mano hacia arriba, lo más ahuecada posible para que quepa el mayor número de caramelos en ella.
 
Y así transcurrió mi tarde, y después, mi noche. Antes de eso, cuando aún me encontraba en mi casa del arenal poniéndome la túnica, disimulando lo que bajo ella había con más ropa de lo habitual y colocándome los guantes mientras mi marido me miraba con gesto desaprobatorio (aunque sin mediar palabra) y apagaba y encendía cigarrillos a una velocidad enfermiza yo observaba desde la ventana que daba a la antigua Cárcel del Pópulo el azulejo ante el que hacía apenas unas horas había visto a los costaleros mecer a su Cristo de las Tres Caídas de un modo extraordinario. 
 
Con algo más de cuatro horas de sueño, y poniéndome por fin el capirote me rodeó una sensación que, estoy segura, jamás olvidaré: el anonimato más absoluto me invadía y me sentía viva y fuerte, casi como el hombre cuyo nombre y apellidos figuraban en la papeleta de sitio que guardaba en mi bolsillo, y el que aún con restos de desaprobación en la cara sonrió casi por instinto cuando bajo la túnica que disimulaba mis curvas y el capirote que cubría mi cara le guiñé uno de mis ojos de mujer.

Capítulo cincuenta. Egodomingo, egohorizonte, ego(en)sueño. Egoquimera

(29 de octubre de 2012)
 
Los domingos por la tarde hace unas ganas inmensas de no existir. El sol, bajo un cielo que parece una grandiosa paleta de algún pintor impresionista, se pone en cualquier horizonte al que jamás alcanzarán mis ojos desde aquí, tan lejos, tan lejos del final.
‘Ahora o nunca’, me digo en ocasiones cuando, caminando junto al río al que tantas veces escapo buscando un mar inmenso, recuerdo la hermosa línea que lo separa del cielo en un momento que jamás podré amar con tanta intensidad como cuando lo vivo, respirando su olor, sintiendo su contraste dentro de mí, creyéndome capaz de hacerlo mío, de serlo de veras. 
¿Cómo llegar a rozarte siquiera si para conseguirlo tengo que convertirme en el horizonte que nunca advierto ahora? 
Sin haberte tenido te extraño los lunes, y también los martes, y así durante cada día de la semana –algo menos las noches de alcohol y risas si son banales-. Pero es la delgada y asfixiante línea del horizonte que tan poco me gusta cuando se convierte en domingo la que une y separa como mar y cielo de un modo desesperadamente cruel el pausado y breve delirio de la cordura frenética e interminable, y arranca a jirones el poso de aire limpio que a veces conservo tras respirar hondo. Hay momentos en los que te deseo tanto que el mundo se hace irrespirable. Ay, cómo duele, cómo duele un domingo, respirar.
Y cuando la noche cae… se acerca, llega el momento anhelado. A veces sin sueño y a oscuras me aferro con fuerza a mi almohada y le cuento en silencio cosas de ti. Te bosquejo ante ella. Sé cómo eres a la perfección. Me transformo en el genio infalible y descifro la fórmula que me encamina sin mentir hacia la triste realidad: que ni mil veces mi presente se acercará remotamente a una pequeñísima migaja de tu dicha. Que jamás seré tu fragmento, que nunca formarás parte de mí.
El abandono al dulzor del ron que una vez habitó mi frágil vasito de cristal se vuelve una opción. Pero no es la perfecta si mis labios prueban el excitante y amargo aroma que, cual ginebra corriente, despides sin pestañear cuando noche tras noche te dibujo ante esa almohada a la que llamé confidente sin saberlo hace ya más tiempo del que quisiera admitir.
Las cadenas me reprimen, me atan durante esas noches de vigilia y ensueño. Te deseo tanto que la impotencia es desgarradora y amenaza con aumentar a cada inspiración. Cómo dueles; cuánto si respiro un domingo creyendo que eres el oxígeno y descubro que tan solo eres el humo. Porque a veces dudo de si el peor deseo, el más sufrido y perverso, es el que existe hacia una persona. Porque en ocasiones tengo la absoluta y efímera certeza de que anhelarte a ti es cuasi pecado. Tú, que ni persona eres, ni te conozco ni te he vivido. Tú, que tan solo apareces si te pienso, y tan solo te pienso siempre. Tú, que no eres nada; nada, nada en realidad y lo eres todo para mí porque no aprendo a existir sin ti. Tú, que no eres más que el quizá, el mañana, el ojalá que nunca se hará más que deseo. Mi medio de vida, mi arranque, mi alimento. Tú… que no eres sino lo que yo no seré jamás… jamás. 
Y te conviertes en el fraude para el que vivo. La tormenta que nunca estalla. La ola que llega desde el horizonte bañada por el sol tardío de este domingo que nunca rompe.