9 de abril de 2013

Capítulo cincuenta y tres. Viernes Santo.

(26 de marzo de 2013)
 
Ayer desperté con la felicidad en la cara. Qué difícil se me hacen últimamente los despertares. Una vida repleta de rutinas, sonrisas de compromiso y buenas caras a quienes menos deseo ver. Pero ayer el día nació azul, sin nubes que dibujaran el cielo o amenazaran la estabilidad del tiempo. Este Viernes Santo de 1956 hizo guardar los paraguas de los numerosos transeúntes del centro sevillano para mostrar el brillo del oro de los pasos a la luz del sol. Espléndido. La estampa no podía ser más bella. O eso me contaron otros al llegar a casa, pues por primera vez mi imagen no fue más que la que pude retener a través de los pequeños orificios que ofrecían el justo espacio para ver sin más. Y aunque jamás pensé que fuera a ser así, mis ojos se acostumbraron extraordinariamente bien a la vista tras el capirote de la Sevilla repleta de espera y de paciencia, de niños insolentes que exigen la cera de tu cirio para hacer su bola más grande y otros más simpáticos, o simplemente, mejor educados que sonríen con la palma de la mano hacia arriba, lo más ahuecada posible para que quepa el mayor número de caramelos en ella.
 
Y así transcurrió mi tarde, y después, mi noche. Antes de eso, cuando aún me encontraba en mi casa del arenal poniéndome la túnica, disimulando lo que bajo ella había con más ropa de lo habitual y colocándome los guantes mientras mi marido me miraba con gesto desaprobatorio (aunque sin mediar palabra) y apagaba y encendía cigarrillos a una velocidad enfermiza yo observaba desde la ventana que daba a la antigua Cárcel del Pópulo el azulejo ante el que hacía apenas unas horas había visto a los costaleros mecer a su Cristo de las Tres Caídas de un modo extraordinario. 
 
Con algo más de cuatro horas de sueño, y poniéndome por fin el capirote me rodeó una sensación que, estoy segura, jamás olvidaré: el anonimato más absoluto me invadía y me sentía viva y fuerte, casi como el hombre cuyo nombre y apellidos figuraban en la papeleta de sitio que guardaba en mi bolsillo, y el que aún con restos de desaprobación en la cara sonrió casi por instinto cuando bajo la túnica que disimulaba mis curvas y el capirote que cubría mi cara le guiñé uno de mis ojos de mujer.

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