(1 de marzo de 2011)
Me
irritas. Resultas molesta para mí. Cada vez que abres la boca respiro
hondo para concentrarme en el aire que entra en mis pulmones y olvidar
lo desagradable de tu voz. Chillona, estridente, que penetra en mi
cabeza y me descontrola por completo, haciéndome olvidar quién soy y,
sobre todo, quién eres. Haciéndome olvidar que te quiero.
Hablas
y aparto la mirada. Pocas veces vuelves a intentarlo cuando ves ese
gesto en mí. Pero hoy es una de esas veces. Hoy te has propuesto
enfadarme, y vuelves a dirigirte a mí cuando sabes que he dejado de ser
yo.
Y
sigo dándote la espalda con mi mirada. Ahora mi gesto es tosco. Mis
ojos se han vuelto los de otra persona y mi mandíbula ha empezado a
estar más tensa de lo normal.
Te
levantas de la cama. Dentro de mi estado de ira contenida me alegro de
que te alejes de mí. Apretando aún la mandíbula logro poner los pies en
el suelo, buscando las zapatillas. Es entonces cuando algo quema mi
hombro.
Girándome
bruscamente hacia mi derecha logro averiguar que es tu mano la que ha
provocado esa quemazón. Intentas calmarme. Sabes que es en vano.
Deberías irte, y lo sabes. Pero hoy, especialmente hoy, no vas a
hacerlo.
Y
comienzo a odiarte. Te aparto de un manotazo y casi pierdes el
equilibrio. Pero no, sigues en pie, y curiosamente eso me ha cabreado
aún más.
En
este momento no soy yo. Soy mi rabia, mi ira y mi odio. Y todo lo voy a
descargar contra ti. Has dejado de hablar y has empezado a ser
consciente de lo que has hecho, de lo que me has hecho. Te acabas de
percatar de que ello va a traer consecuencias.
Me
miras con esa cara que me hace sentir fuerte, poderoso frente a ti. Mi
cuerpo va acercándose poco a poco al tuyo, mientras tu mirada me habla.
Me pides perdón, me suplicas, pero nada de eso va a hacer que deje de
estar enfadado. Te respondo con mi mirada, también, que ya es tarde, que
no va a ocurrir eso que pides y que voy a pasarlo en grande.
Intentas
correr hacia la puerta, pero antes de que puedas siquiera dar un par de
pasos agarro tu mano y, de un tirón, te tengo a pocos centímetros de
mí. Con la mano que me queda libre acaricio tu cara, mientras disfruto
pensando en cuántas formas podría llevar a cabo para hacerte daño. De
momento me contento con un rodillazo en tu estómago, que hace que te
dobles y caigas al suelo. Desde arriba, te miro riendo. Das pena. Tan
sólo te he golpeado una vez y ya lloras. Eso me hace pensar en lo débil
que eres, y me cabrea aún más. Me agacho para agarrar tu pelo y, tirando
de él, te devuelvo a la verticalidad.
Ya
no me miras. Te limitas a sollozar e intentar protegerte, siempre con
tu mirada clavada en el suelo. Como si me temieras, como si yo fuera
malo contigo. Y eso me encanta.
Otra
patada y de nuevo al suelo. Ya no quiero tirar más de ti, así que me
limito a golpearte desde arriba. Pateo tu estómago por tercera, cuarta,
quinta vez. Al ver que tienes desprotegida la cara lanzo un puntapié
contra ella. Tienes sangre. Me recuerdo a mí mismo que la nariz sangra
de una forma muy escandalosa, y que no debe ser tan grave como parece.
Empiezas
a gritar. Lloras y gritas al mismo tiempo. Eso me irrita aún más de lo
que ya me irritaste antes. Me quito el calcetín del pie izquierdo y te
lo meto en la boca. Pateo una vez más tu cara.
Empiezas
a retorcerte, a moverte como si estuvieras loca. Te miro durante unos
segundos, riéndome ante tal ridiculez. Cuando intentas levantarte te
empujo y, fácilmente, caes al suelo. Tienes demasiada sangre. Me quito
el otro calcetín y te limpio. Me gusta ver tu cara. Me excita.
Aprovechando
que me he agachado, me pongo a horcajadas sobre ti. Intentas moverte,
retorcerte una vez más. Pero sabes que no puedes conmigo, y acabas por
dejar de hacerlo. En cambio, mueves tus manos, intentando arañarme,
pellizcarme. Te abofeteo a modo de castigo y decido que es mejor
inmovilizarte por completo, así que me acomodo de forma que tus brazos
queden paralizados bajo el peso de mi cuerpo.
Vuelvo
a abofetearte. Varias veces. Ya no lloras, ni gritas. Ni me miras.
Tienes los ojos cerrados, bajo la hinchazón que ya empieza a notarse en
tu cara. Me aburre pegarte.
Entonces
se me ocurre algo. Acerco mis manos a tu cuello. Lo acaricio
suavemente. Lo masajeo y poco a poco voy apretando, cada vez más, hasta
que abres los ojos. Me miras como nunca lo has hecho, con esos ojos
abiertos como platos, desorbitados. Te falta el aire. Lo sabes. Lo sé.
Intentas balbucear algo, pero el calcetín en tu boca y la presión en la
garganta hacen que sea imposible.
Vuelves
a retorcerte, cada vez menos fuerte. Bajo mis piernas noto tus latidos,
menos intensos por segundos, y en mi pecho noto el mío. Más rápido, más
fuerte cada vez. Más vivo.
Y por fin dejas de moverte, de intentar pararme. Tu expresión se ha congelado. Tu mirada está rígida, inerte. Como tú.
Lentamente,
voy aflojando la presión de tu cuello. Me da por pensar que si lo
hubiera hecho unos segundos antes quizá seguirías viva. Pero ya no hay
vuelta atrás. Acaricio tu cuello lleno de señales de mis manos para
despedirme y te doy un beso en la mejilla.
Me
levanto. Miro mis pies. No tengo calcetines. Me dirijo al cajón donde
siempre los guardas y, al pasar por el espejo, me veo completamente
manchado de sangre, con algún arañazo en la cara, los brazos y el pecho
desnudo. Sonrío. Al parecer, has luchado con más fuerza de la que
pensaba.
Entro
en la ducha. Abro el grifo de agua fría y la dejo caer sobre mí.
Empiezo a pensar en lo que he hecho y comienzo a tener una desagradable
sensación de culpabilidad. Vuelvo a sentir cierta irritación, pero esta
vez conmigo mismo.
Olvidando
esa sensación, termino mi ducha, me visto rápidamente y salgo a la
habitación. Allí sigues, atormentándome. Mirándome y culpándome con tus
ojos, tu cuerpo ensangrentado y tu cuello amoratado.
Decido
marcharme. Hasta que me encuentren. Cogeré la primera salida de la
primera autopista. Iré hacia el primer lugar en el que no me reconozcan.
Ya me da igual. Ya no estás tú…
No hay comentarios:
Publicar un comentario